San Francisco Javier estuvo
en la India y fue testigo de las persecuciones a los cristianos. Había una
tribu cuyos guerreros luchaban con castilletes que hacían encima de los
elefantes, desde los que lanzaban flechas venenosas. Un buen número de cristianos
murió, otros quedaron cautivos y muchos huyeron a las cuevas de los arrecifes,
donde morían de hambre y de sed. Javier logró reunir veinte barcos de vela para
ir a socorrer a los cristianos, pero no pudieron llegar debido a una fuerte
tormenta. Como no se daba por vencido, el intrépido misionero fue a auxiliarlos
por tierra. Volvieron los enemigos con sus elefantes y sus flechas, aunque esta
vez quedaron aterrados al ver de un tamaño gigantesco a Javier con el crucifijo
en alto.
- ¡Eh, vosotros! ¡Convertíos
al Evangelio y dejad de matar a los cristianos! – exigía el santo navarro.
- ¡Huyamos! ¡Estamos delante
de un monstruo! – ordenaba el jefe de los guerreros.
A este crucifijo le tenía un
gran cariño el santo. En una aterradora tormenta echó su crucifijo al mar,
atado con una cuerda que se rompió. Sin embargo, el mar quedó tranquilo. Cuando
pasaba Javier por la playa de otra isla, vio con gran alegría que un cangrejo
enorme le traía el crucifijo.
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