Durante una manifestación a favor del Aborto Cero celebrada en Madrid, se leyó el testimonio de una mujer que abortó, y que por su valor se reproduce en su integridad:
Soy española, tengo 32 años y hace nueve aborté. Espero que mis palabras sirvan para que si las escucha otra mujer que en algún momento se plantea abortar no lo haga porque es una decisión que te destroza por dentro y no tiene vuelta atrás. Cuando lo piensas te sientes angustiada, pero crees que si abortas esa ansiedad desaparecerá. No es así, lo que viene luego es mucho peor y siempre estará contigo. Desde el instante después de hacerlo supe que ese sufrimiento me acompañaría toda la vida.
Cuando aborté estaba terminando mi carrera y tenía novio. Todo me iba bien. Pero un día sospeché que estaba embarazada. Cuando lo confirmé sentí vértigo, un miedo que me paralizó.
Me venía constantemente una frase a la cabeza: “No estoy preparada” y en mi interior empecé a pensar en abortar. Me veía incapaz de ser madre, de cuidar a un hijo y hacerme responsable de otra vida. En el fondo, a pesar de tener más de veinte años me veía todavía como una niña, y no se puede ser a la vez madre y niña.
También pensaba en mis padres. No teníamos buena situación económica y, en cambio, ellos siempre se habían esforzado mucho por proporcionarnos a mis hermanos y a mí una buena formación. ¿Cómo les iba a decir que estaba embarazada? ¿Qué clase de irresponsable era yo que les iba a añadir una carga más, con todo lo que me habían dado?
Pensé que mi novio me acompañaría y alentaría a seguir adelante pero no fue así. Él también tenía miedo. Me dijo que creía que no nos podíamos arruinar la vida tan pronto. No le culpo, la decisión fue de los dos, pero muchas veces me pregunto qué habría pasado si no hubiera sido tan tajante.
Fuimos juntos a la clínica abortista. Cuando recuerdo ese día siento asco. Me dí cuenta de que allí no eres más que un número para facturar dinero. Veía las caras en la sala de espera y se me hacía un nudo en el estómago. Había mujeres de diferentes edades. Algunas lloraban, otras estaban pálidas y calladas como tumbas. Algunas iban acompañadas, otras esperaban solas. Había mujeres que pasaban de la treintena y otras que parecían niñas. Miré sobre todo a una que estaba acompañada de sus padres. Me fijé en su gesto. Más que miedo reflejaba tristeza y rabia. Eso mismo lo he sentido yo muchas veces después. Llegué a preguntarme qué hacía yo ahí, pero estaba bloqueada, no podía salir de ese sitio. Simplemente había tomado una decisión y no se podía cambiar.
Cuando desperté de la anestesia me dolía todo el cuerpo. Estuve sangrando durante media hora. Creía que me quería morir. O mejor dicho, me quería morir. Me decía a mí misma: “Qué he hecho, qué he hecho…”. Habíamos decidido abortar para no arruinar nuestra vida y ahora yo veía que me la había destrozado para siempre. Me dolía lo indecible ser tan consciente de que al entrar en el quirófano había alguien dentro de mí y ahora estaba yo sola. Entramos dos en el quirófano, mi hijo y yo, y ahora estaba yo sola esperando a que parase la hemorragia. Lloré sin parar, sin poder contener una sola lágrima.
Me encerré en casa dos días seguidos a oscuras y llorando en mi habitación. No paraba de repetirme por qué había hecho algo así, por qué había matado a mi hijo. Ya no había vuelta atrás, ni posibilidad alguna de arreglar lo que yo misma había provocado.
Pronto empecé a dormir mal, a tener pesadillas y sentir una mezcla de ansiedad y tristeza que no podía frenar. Soñaba con niños desprotegidos que me pedían auxilio y yo no hacía nada. Me despertaba en mitad de la noche, pero en vez de sentir alivio por interrumpir la pesadilla, me hundía más porque la pesadilla era real. Había hecho lo peor que una mujer puede hacer.
Ya no era la misma. No disfrutaba, me mostraba irascible, quería llorar a escondidas cada dos por tres… y sentía un vacío dentro de mí que nada podía cubrir. Ese vacío siempre estará ahí, nunca cambiará.
La relación con mi novio se hizo imposible, a pesar de que yo quería perdonarle.
Han pasado ya muchos años y no hay día que no me arrepienta de haberlo hecho. Todos los días pienso en mi pequeño, en que lo daría todo por tenerlo conmigo. La gente piensa que te acostumbras a vivir con esto, pero no es verdad, sólo te adaptas. Quise ocultarles a mis padres que había abortado, pero un día no pude más y se lo conté a mi madre. Gracias a ella y al apoyo de mi familia he podido salir a flote, me refugié en ellos como nunca antes. Ahora sé que si hubiera tenido a mi hijo habríamos contado con el apoyo de mi familia, pero entonces sólo me preocupaba qué iban a pensar.
He recibido terapia, y me ha ayudado mucho, pero el dolor más profundo no te lo puede quitar nada ni nadie. Simplemente aprendes a vivir con ello. Siempre tendré dentro de mí una sensación de pena enorme y constante por recordar que le hice algo así a mi propio hijo. Lo que más deseo en el mundo y le pido a Dios es que algún día pueda unirme con mi niño.